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viernes, 29 de abril de 2011

Procesiones diversas

Mientras unos provocan una escandalera sublime por las calles, de madrugada, amenizada por cornetas estridentes y alocados tambores y tamborileros, otros se ven imposibilitados para expresar un ideario, en este caso el ateo, por decisión judicial

Por Josu Montalbán, * Diputado en las Cortes Españolas

A las siete de la mañana aún están prendidas las farolas en Medina del Campo. De una iglesia situada en el centro de la villa sale la procesión llamada del Sacrificio. Alrededor de doscientas personas, entre las que me encuentro, acompañan al paso con la figura de Cristo crucificado por las calles del típico barrio de la Mota, al pie del castillo del mismo nombre. Doscientas personas de una población de más de veinte mil habitantes han decidido abandonar la calidez de las sábanas para entregarse a la calidez del espíritu, pues eso debe ser lo que buscan los 200 acompañantes del Cristo que escuchan siete pláticas de un cura cariacontecido que, curiosamente, no porta vestidura talar. Quienes sí la portan son los cofrades, hombres y mujeres, que pasan el resto del año en sus oficios, profesiones y ocupaciones, pero llegada la Semana Santa se entregan a la parafernalia propia de la tradición. He dicho que éramos doscientos los acompañantes pero puntualizo que no eran doscientos los piadosos ni los que reflexionaban al unísono con el cura. Estaba yo, por ejemplo, que solo valoro de la Semana Santa lo que tiene de teatral y simbólico. Y estaba un montón de gente armada de cámaras fotográficas, dispuesta a captar la instantánea curiosa y el momento más bello e impactante. (Por ejemplo, el Cristo y los capirotes reflejándose en las aguas de un gran charco en la calle Lope de Vega). Estaba un puñado de muchachos que comentaban entre ellos las andanzas de la noche anterior haciendo caso omiso de las palabras que el cura, de trecho en trecho, pronunciaba. Estaban, por qué no decirlo, diez o doce personas que pasaban a sus perros y mascotas confundidas con el grupo y, ¡cosa curiosa!, eran las mascotas más respetuosas con el silencio que los dueños.

El hecho religioso que representaba la procesión quedaba oculto tras el gran misterio que suponía saber a qué respondía la presencia de cada cual, después de ver (y escuchar) blasfemar en dos ocasiones seguidas y encadenadas a un policía municipal que urgía a un conductor para que retirase su coche de una calle por la que debía pasar el Cristo. Las blasfemias se escucharon con cierta nitidez pero ni el Cristo-Dios, que era el agredido verbalmente, ni su ministro en la Tierra que era el cura como representante de la Divinidad, mostraron siquiera curiosidad por saber de dónde procedía la voz. Quienes portaban al crucificado se detuvieron en una pendiente en la que el paso penduleaba para que el Cristo de escayola escuchase una saeta cantada con gusto por un hombre de cerca de sesenta años que cerraba los ojos y apretaba los puños para expresar la pena y la complicidad con aquel hombre que fue capaz de sufrir hasta morir pudiendo haber matado a todos sus matones con solo desarrollar unas briznas de su omnipotencia.

Lo escribo así porque así lo expresó el cura a través de un micrófono inalámbrico que comunicaba con un altavoz demasiado voluminoso para los tiempos que corren, que arrastraba un hombre rechoncho bajo un capirote tan negro como puntiagudo. Los avatares dan para mucho más, pero este artículo no tiene como objetivo potenciar el turismo sino mostrar hasta qué punto lo que algunos pretenden entronizar como fiestas y prácticas religiosas solo son aconteceres que favorecen el mantenimiento y acrecentamiento del consumo y, con ello, de la economía. Ya no tengo dudas: los ritos de la Semana Santa, en sus múltiples facetas y variaciones, forman parte de un gran negocio del que viven muchas personas, pero además mantiene a una Iglesia cuya dirección, -si nos atenemos a lo que hace por lo de "por sus obras los conoceréis"-, no tiene nada o muy poco que ver con la Historia o las Leyendas.

Por eso no comprendo ninguna de las dos decisiones con las que se ha prohibido una procesión atea en Madrid. Primero lo hizo la Delegación del Gobierno y luego, una vez recurrida la primera negativa, ha sido el Tribunal Superior de Justicia. Han dicho que supondría "una ofensa a las creencias religiosas". Curioso, cuando menos, resulta que una manifestación dirigida a "promover el ideario ateo" (en palabras de los organizadores) pueda ser tachada de ofensa, por eso el Tribunal Superior ha ido más lejos y ha entrado a valorar las intenciones: "La intención de los convocantes se va a materializar mediante un castigo de la conciencia católica haciendo daño a la misma". El caso es que mientras unos provocan una escandalera sublime por las calles, de madrugada, amenizada por cornetas estridentes y alocados tambores y tamborileros, otros se ven imposibilitados para expresar un ideario, en este caso el ateo.

No desde la Teología sino desde la claridad del sentido común, quiero mostrar mi extrañeza ante las dos varas de medir utilizadas, y también ante el comportamiento de instituciones que debieran proceder con una mayor amplitud de miras y mayores dosis de respeto a la pluralidad de la sociedad española. Teísmo y ateísmo son solo dos términos opuestos para definir la actitud de quienes afirman que una inteligencia superior -Dios- nos conduce, y la de quienes creen que no existe tal dios, supeditándolo todo al azar o a un devenir basado en teorías puramente científicas, en resumen las de quienes afirman la existencia de Dios y quienes la niegan. No sé bien si lo que solicitaron los ateos fue el permiso para hacer una manifestación o para organizar una procesión, si fuera lo primero no sé qué miedo puede tener la autoridad competente, porque en ningún momento advirtieron los ateos que iban a reventar las procesiones u oficios religiosos. Si así lo intentaran bastaría con hacer actuar a las Fuerzas de Seguridad, porque nadie debería esperar reacciones extrañas o violentas de los católicos: imbuidos de la enseñanza de Cristo deberían mostrarse partidarios de poner la otra mejilla. No faltará quien me rebata recordándome el pasaje bíblico en que Cristo expulsa violentamente a los mercaderes del templo, pues bien, basta con advertir que tales templos son espacios privados… pero la calle es de todos, y bueno será que dejemos a los católicos adueñarse de buena parte de ellas durante una semana sin poner el grito en el cielo -ya ponen las tamborreadas y las preces-, pero igualmente es justo y saludable que se deje deambular por ellas a quienes lo quieran hacer en nombre de ningún dios.

Tras este tipo de decisiones se esconden miedos, falacias y déficits. El miedo a que la actitud de unos y otros no sea suficientemente respetuosa con los otros y los unos, que es tanto como mostrar la escasa confianza que aún tenemos respecto a la convivencia entre diversos en España. Aún quedan hilachas de la vieja Inquisición, más aún, aún son muchas las zonas y ciudades españolas en donde se toca el himno nacional en el momento de sacar las imágenes de los templos para ser paseados por las calles. ¿Tiene alguna explicación? La falacia de que solo el hecho religioso conduce la programación de la vida de los españoles durante la Semana Santa, porque las noticias de los diarios, radios y televisiones lo desmienten. La Semana Santa mide su éxito, no por la devoción mostrada ni por la belleza de los actos, sino por el número de visitantes, la ocupación hostelera y hotelera, y los beneficios económicos obtenidos. El déficit democrático que aún pervive en las mentes de quienes ven una ofensa en lo que, en principio, solo es una manifestación; en quienes son capaces de valorar las intenciones, como garantes de una moral cerrada y hermética; en quienes creen que la conciencia de un ser religioso puede ser dañada por la mera constatación de que existen otros que piensan diferente y lo muestran.

Por todo esto creo que la prohibición de la manifestación atea es un atropello de los dioses, bueno, de los dioses y de los que tal se sientan en sus respectivas responsabilidades. La decisión tomada debe entristecer a todos los demócratas. A ellos a los que más.

(vía deia.com)

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