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sábado, 16 de julio de 2011

La religión figurada

Por José Jaramillo Mejía

Como sucede con los bruscos e impredecibles cambios climáticos, cuando las señoras dicen que no saben qué ponerse, el cuestionamiento de principios religiosos inculcados desde la niñez, que bruscamente cambian o son eliminados, ponen a los creyentes sin saber qué hacer. ¿Al fin hay diablo, o no? ¿Entonces, según el padre kikiriki, el infierno no existe? Y la gente se lamenta de los buenos programas y de los deliciosos vicios que se ha perdido, sencillamente porque pensaba que, si después de disfrutarlos, moría sin haberse confesado, hecho la contrición perfecta y cumplido la penitencia, se iba para la paila mocha a que un negro con cachos y un tridente al rojo vivo entre las manos lo atormentara por los siglos de los siglos.

“Eso es trampa”, dirán algunos, y los librepensadores les contestarán que chupen por pendejos, por ponerse a creer todo lo que dicen los curas viejos y las beatas. Pecado, aseguran los seguidores de Voltaire, no es sino lo que le hace daño a los demás. Pero las cosas consentidas entre las partes, o inocuas, que no afectan de ninguna manera a otro, son del libre albedrío de cada quien.

Lo que hay que entender, además, es que las jerarquías de todas las religiones han creado fantasmas para mantener a la feligresía a raya, y sometida, porque si aflojan mucho el redil se dispersa; y los capitales humanos de los credos se forman sumando fieles y evitando que los que hay se vayan detrás de principios más halagadores o menos difíciles de practicar. Y en esos casos los supuestos castigos eternos han funcionado bien, porque la gente se dice: yo no creo mucho en eso. Pero después reflexiona: ¿Y si de pronto es cierto y me lleva el diablo cuando ya no hay reversa?

Para representar los principios del bien y el mal, los ideólogos de las religiones han tenido que inventar simbolismos, para que la grey entienda más fácil. Porque son muy pocos los creyentes o practicantes de las distintas religiones que son intelectuales, con quienes se pueda discernir filosóficamente o con la ciencia a la mano. Por el contrario, la inmensa mayoría es la montonera intonsa y asnal, que practica la fe del carbonero, que es creer lo que le dicen sin entenderlo, porque si intenta hacerlo comete sacrilegio, según la doctrina. El caso del misterio de la Santísima Trinidad, por ejemplo, que hasta san Agustín, que era doctor de la Iglesia Cristiana, se le quitó. Algo parecido sucede con la Inmaculada Concepción, que aun en contra de las evidencias naturales, es un hermoso principio que vale la pena aceptar a ciegas.

Las posturas rebeldes de los intelectuales, inclusive clérigos retirados, no son más que poses para promocionarse, sin calcular que constituyen un escándalo y le hacen mal a personas de mentalidad débil, que obran bien por temor, más que por convicción, de lo que se ha abusado, sí, pero también ha sido un catalizador social. Y esto último prevalece.

(vía cronicadelquindio.com)

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