Por: María Elvira Bonilla
Murió en su ley. Christopher Hitchens miró de frente a la muerte. Sin titubeos.
Cuando le diagnosticaron el cáncer hace 16 meses, al día siguiente al lanzamiento de sus exitoso libro de memorias Hitch-22, no hizo la pregunta obligatoria: ¿Por qué yo? Se limitó a decir: ¿Por qué yo no? Como un elemento más del cosmos.
Asumió su enfermedad mortal con el realismo de un ateo confeso que cree que sus posibilidades no estén en manos de Dios, la voluntad divina, el más allá. Quería tener una relación activa con la muerte y alimentar hasta último minuto la curiosidad y el desafío que lo persiguió siempre por intentar entender el misterio de la existencia humana en todas las dimensiones. Se la jugó a fondo en el poco tiempo que le anticiparon le quedaba de vida. No hablaba de lucha contra el cáncer sino de resistencia. Una resistencia para no doblegarse que puso en manos de su organismo y de la experticia de los galenos del MD Anderson Cancer Center de Houston, una ciudadela médica que concentra la investigación de punta en cáncer en Estados Unidos.
En su terrible e indeseable condición, Hitchens quería dar su batalla en el terreno que escogió darla siempre: en el terreno de las ideas. Con el verbo afilado y la lucidez de su pensamiento provocador y original con el que incomodó el statu quo. Sintió la obligación de recurrir a su habilidad de reportero para narrar, con la misma introspección y coraje con la que se adentró en otras catástrofes humanas, su propio drama.
En julio de 2010 inició el viaje por la experiencia inédita del dolor físico, un camino que lo condujo hacia su final, a los 62 años, el viernes pasado. A través de su columna mensual en Vanity Fair abrió la ventana para que los lectores pudieran transitar sin prejuicios por su nuevo mundo: el de la enfermedad. “Nada me había preparado para aquella mañana en la que llegué a tener conciencia de estar encadenado a mi propio cadáver. Después de pasar por un montón de exámenes en ese puerto fronterizo que son las urgencias de un hospital, el médico me dijo: su próxima cita es con un oncólogo. Estaba dicho. La impotencia se disuelve como un terrón de azúcar en el agua”.
Con este tono de reportero agudo, Hitchens descendió y encaró su agonía. En su último texto, cuando ya parece sucumbir en el decaimiento, las sedaciones que no logran derrotar el dolor de un cuerpo lacerado por el bombardeo de 30 sesiones de protones de una radiación sostenida que le han dejado una garganta capaz de transformar el paso liberador de un trago de agua en un latigazo infernal. Descripciones conmovedoras y profundas acompañadas de las preguntas pertinentes que cualquier enfermo terminal debe haberse hecho, pero que Hitchens se las arrebata al silencio para desnudarlas con crudeza. Preguntas que se vuelven aún más drásticas en su condición de hombre sin religión, ni Dios, ni fuerza divina a quien trasladarle las respuestas o depositarle las angustias.
Si la muerte es la más solitaria de las experiencias humanas, lo es aún más para un ateo como Hitchens, quien aun en el filo del abismo se reafirmó: “personas como nosotros llegamos al final con dignidad”. Pensé en mi padre, otro agnóstico que murió con esa misma dignidad. Aferrado a sus convicciones.
(vía elespectador.com)
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