Roberto Blancarte
Nuestro periódico MILENIO, en un loable ejercicio de apertura y respeto a la diversidad de opiniones, le ha abierto recientemente la puerta en su sección de “articulista invitado” a dos personajes notables, quienes han abogado, cada uno a su manera, por la libertad religiosa. Por un lado Norberto Rivera, cardenal y arzobispo primado de México y, por el otro, José Luis Soberanes, ex presidente de la CNDH. Ambos ocultan, sin embargo, el verdadero sentido que quiso tener la reforma del artículo 24 constitucional, es decir la eliminación de la escuela pública laica. Ambos atacan a los pensadores, líderes de opinión y legisladores, a quienes acusan de ser agoreros y seguidores de un laicismo radical.
Como no quieren admitir sus verdaderos objetivos, los jerarcas católicos suelen definir a la libertad religiosa por lo que no es. Así por ejemplo, el cardenal Norberto Rivera dice en el mencionado artículo que ésta “no es sólo la libertad de culto”. Muy bien, pero entonces ¿qué es, para él? He aquí algunas pistas: el pasado 18 de diciembre, el cardenal señaló que la libertad religiosa “es un concepto muy amplio que abre diversas perspectivas para consolidar el respeto a las garantías fundamentales, ya que los padres podrán decidir el tipo de instrucción que reciben sus hijos y el Estado determinar dónde puede impartirse la educación religiosa, aunque el artículo tercero se mantiene sin cambio”. ¿Cuándo —me pregunto— no han podido los padres decidir el tipo de instrucción religiosa que deciden sus hijos? ¿Ha visto usted acaso al gobierno mexicano impedir que los sacerdotes, los rabinos, los pastores, los monjes budistas o los padres de familia ofrezcan la educación religiosa que deseen? Conozco, por el contrario, solicitudes de jerarcas católicos para que las autoridades intervengan y acaben con ciertos cultos y lo que ellos predican, como el de la Santa Muerte, que a los obispos les parecen nocivos. ¿Dónde está la libertad religiosa?
A Soberanes no le gustó cómo quedó la redacción del artículo 24, tal y como fue aprobada por la Cámara de Diputados, y define esto en el título de su artículo como una “vacilada”, es decir, como una reforma que no cambia nada y sugiere que los senadores manden esta minuta al congelador; después de todo —dice— tenemos la obligación constitucional de respetar lo que dice el artículo 12 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Y éste, en su párrafo 4 señala que “Los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Todo muy bien, pero ¿quién dijo que para que ese derecho sea respetado la educación religiosa debe ser impartida en la escuela pública? No hay nada, ni en la Constitución mexicana ni en los tratados internacionales que diga que ese derecho que los padres tienen para educar a sus hijos en la religión y moral de su preferencia deba ser garantizado a través de la escuela pública y no, como hasta ahora sucede en México, en el hogar, en el templo o en la escuela religiosa. Lo que aquí sucede es que hay una iglesia en particular que desearía tener a su disposición los instrumentos educativos del Estado para poder difundir su doctrina, lo cual sería contrario al espíritu de separación y al de laicidad. No se necesita ser radical para defender estos dos principios.
¿Qué es lo que dice el artículo 12 de la mencionada Convención? Simplemente que “Toda persona tiene derecho a la libertad de conciencia y de religión”, y que “ese derecho implica la libertad de conservar su religión o sus creencias, o de cambiar de religión o de creencias, así como la libertad de profesar y divulgar su religión o sus creencias, individual o colectivamente, tanto en público como en privado.” También dice que “La libertad de manifestar la propia religión y las propias creencias está sujeta únicamente a las limitaciones prescritas por la ley y que sean necesarias para proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral públicos o los derechos o libertades de los demás”. Así que la pretendida equiparación de nuestras normas constitucionales con las internacionales, en la realidad ya está hecha. Nuestro artículo 24 no necesita ser reformado.
Pero el verdadero problema, que tanto Norberto Rivera como José Luis Soberanes omiten mencionar, es que lo que la reforma para introducir la libertad religiosa en realidad pretendía era introducir la instrucción religiosa en la escuela pública. Como la más laica de nuestras asociaciones religiosas, la Iglesia La Luz del Mundo denunció en un lúcido desplegado el pasado 21 de diciembre, la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara señaló que una vez introducido el concepto de libertad religiosa, “a la luz de él se requerirá… la revisión de los artículos 3, 5, 27 y 130”. De la misma manera, para esa Comisión, la libertad religiosa implicaba “el derecho de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus convicciones religiosas aun dentro de la escuela pública”. Que al final la Cámara no se haya atrevido a reformarla en ese sentido o que en última instancia la reforma no se haya hecho al gusto exacto de la Iglesia católica, no quiere decir que las intenciones no hayan estado y sigan estando allí.
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