Julio Ferreras. Ex catedrático de IES
Si bien es cierto que se ha hablado mucho de política y religión, en todo tiempo y lugar, probablemente merezcan ambas una especial atención, hoy. Por un lado, la política que conocemos y vivimos, es una política falseada y desacreditada, no es la del servicio a la comunidad, sino una forma de acceder al poder como medio para enriquecerse y disfrutar de múltiples privilegios. Por otro lado, la religión, o mejor, las confesiones religiosas, como prefieren los psicólogos Jung y Dethlefsen, constituyen otra forma semejante de conquistar el poder y gozar igualmente de privilegios diversos; no es la religión del amor y el servicio. Aquí me refiero, de una manera especial, a la jerarquía y el poder eclesiásticos.
Por tanto, se asemejan mucho ambas, y por eso, han caminado y siguen caminando juntas, en lo que les conviene para el reparto mutuo de ese poder y esos privilegios, aunque en ocasiones se enfrenten para defender, cada una, la mayor parcela posible de beneficios y favores. Ambas se caracterizan, pues, por su deseo de poder y riquezas y el mayor gozo de prerrogativas, y a la vez, por su desconsideración hacia los ciudadanos. Por ello, se podría afirmar que la verdadera política y la verdadera religión no han sido aún conocidas, al menos en nuestro mundo moderno. Basta echar un vistazo a nuestra sociedad actual, a la grave crisis social generada por los que detentan el poder y las riquezas.
En cuanto al poder político, ha generado unas estructuras sociales, en forma de «leyes democráticas», que contienen —muchas de ellas— una evidente defensa de sus propios intereses, un grave desprecio y abandono de los ideales democráticos, y una colosal injusticia social, dejando al descubierto las verdaderas trampas de la seudo-democracia en que vivimos. De los ciudadanos, sólo se acuerdan para pedir su voto; el resto del tiempo, atienden a sus aliados, los poderes judicial, eclesiástico y, sobre todo, el económico.
Respecto a la jerarquía y el poder de la iglesia católica, ésta se cuida esencialmente de mantener sus privilegios, sólo se manifiesta cuando ven que éstos peligran, y permanece callada el resto del tiempo, incluso cuando los ciudadanos atraviesan momentos dramáticos.
¿Qué hacen todos estos poderes ante la trágica situación en que viven cerca de doce millones de españoles, en medio del paro y la pobreza? ¿Qué hacen ante los desahucios, esa forma inhumana, injusta y cruel de arrebatar a los ciudadanos humildes lo único que les queda para cobijarse? ¿Qué hacen? Unos echan mano de esas vergonzosas «leyes democráticas» que han elaborado en defensa exclusiva de sus intereses, y otros se callan, se lavan las manos porque a ellos no les afecta directamente, están exentos de impuestos.
Esta actitud de unos y otros tiene un nombre en la lengua: hipocresía («fingimiento de sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan», y se podría añadir «o se manifiestan»). Quizás sea una de las palabras que mejor define, hoy, a una buena parte de los que detentan cualquier poder. En estos dolorosos momentos en que vivimos, a la vez reveladores de verdades que han permanecido ocultas durante tiempo, es preciso desvelar y denunciar a esos lobos vestidos de corderos, esa hipocresía adornada, con frecuencia, de servicio a los demás. Es preciso llegar, incluso, a la desobediencia civil, arma legítima de todo pueblo, siempre que se practique en momentos muy concretos y sin violencia.
La vida real de un número cada vez mayor de ciudadanos es cada vez más dramática y cruel, porque se ven empujados a traspasar ese límite de falta total de la dignidad y el honor que corresponden a todo ser humano, límite que no debería traspasarse nunca ya en la España del siglo XXI. Es el límite que lleva a la desesperación, al suicidio, incluso (grave responsabilidad de la sociedad que lo genera, y probablemente la actitud más digna —o la única salida— para el que lo sufre). Pero, si una parte de la población está atravesando ese límite peligroso y humillante, es porque otra parte ha atravesado otro límite, mucho más peligroso y humillante: el de la deshumanización, la insensibilidad, la locura del poder.
Una sociedad que ha generado estas dramáticas situaciones, es una sociedad corrupta, en plena decadencia, degradante. Es un grave deber moral y humano reflexionar profundamente sobre ello, si no queremos que nos arrastre a una catástrofe de imprevisibles consecuencias. Pero los pueblos han perdido la esperanza en que los poderes tengan la voluntad y la valentía de rectificar sus graves errores; están —esos poderes— demasiado insensibilizados, deshumanizados y borrachos de poder y privilegios. La solución está en la madurez y la responsabilidad de los pueblos, en su lucha por la conquista de sus legítimos derechos.
(vía diariodeleon.es)
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