Antonio
Mora Plaza

De la creencia al crimen hay sólo un paso: la negación
del respeto a la vida del otro. Eso es el fascismo
Dos fanáticos franceses con una creencia bajo el brazo –casi
da igual cual– han asesinado a doce personas de una revista satírica francesa.
Luego los dos han sido asesinados a su vez por la gendarmería francesa. No ha
habido lugar a su detención, juicio y condena, por lo que al crimen se ha
respondido con el crimen desde la impunidad del Estado. No valoro, sólo
describo. La razón esgrimida por los dos fanáticos franceses es que habían
insultado al profeta, es decir, a Mahoma, porque los redactores de la revistaCharlie
Hebdo se dedican al humor, a la caricatura, a la sátira, al igual que
hacía nuestro Quevedo con el verso y la prosa. Resulta incomprensible, incluso
para el creyente, que escribir y dibujar con la intención de satirizar, incluso
insultar, resulte merecedora del asesinato. De la creencia al crimen hay sólo
un paso: la negación del respeto a la vida del otro. Eso es el fascismo. Pero
una vez instalado en la creencia el paso es psicológicamente posible y, en
algunos individuos, inevitable. A los asesinos de los doce de Charlie
Hebdo se les tilda, con razón, de terroristas; a los gendarmes que los
han asesinado, de servidores públicos. Empezamos mal. Eran terroristas los dos
hermanos franceses que han asesinado a los doce de Charlie, pero ¿qué es ser
terrorista? ¿Cuándo los palestinos de Gaza se defienden por cualquier medio de
la invasión del ejército israelí son también terroristas? ¿Puede ser considerado
terrorista una organización que defiende un territorio de un invasor aunque el
invasor lo haga en nombre de la libertad? ¿Eran terroristas los guerrilleros
españoles en 1808 y siguientes cuando emboscaban a las tropas francesas
invasoras, a pesar de portar éstas la bandera republicana francesa de la fraternité, egalité et liberté?
Cuando Busch y Blair, con el apoyo de Aznar y Barroso, atacaron Irak en
respuesta al atentado de las torres gemelas convirtieron a todo una nación en
terrorista. Es verdad que cada uno puso lo que su dignidad se lo permitía: Bush
y el inglés, como buenos terroristas de Estado, pusieron las armas y los
soldados, Aznar puso la indignidad y Barroso el mantel, las viandas y las
Azores. Desde entonces, para los terroristas de Estado, todo el que se defiende
de una invasión es terrorista. Es la manipulación del lenguaje pensando en que
los posibles votantes, llamando a sus tripas en lugar de a la razón, alentando
la venganza en lugar de la justicia, apelando a la religión de las balas y los
misiles en lugar de combatir el crimen con el Derecho y la ayuda humanitaria
para los que nada tienen. Lo último no da votos a la derecha de cualquier país
porque el egoísmo y el privilegio son refractarios a la solidaridad de los
pueblos con los pueblos, de las personas con las personas, de los ciudadanos
con los ciudadanos. Usan de la creencia. Los creyentes tienden a pensar que la
creencia de los otros es la equivocada y que la propia es la verdadera. No
sospechan que creer y pensar son agua y aceite, no se mezclan jamás, son
contradictorios sea cual sea la creencia. El fanatismo islámico de los
fanáticos de ahora –no de los islámicos pacíficos que son la inmensa mayoría–
están igual que los católicos y protestantes de hace no más de cuatro siglos.
De menos aún. La inquisición española fue liquidada jurídicamente por un
Gobierno de Mendizábal en ¡1834!
Quemaron a Miguel Servet los calvinistas en 1553, a Giordano
Bruno el papa Clemente VIII en 1600, y a Galileo casi le cuesta la vida porque
defendía la teoría heliocéntrica y este sólo les pedía a la curia vaticana de
entonces que miraran por su catalejo la Luna y vieran sus imperfecciones. Pero
la doctrina católica decía otra cosa, creía en la perfección de las esferas
donde Dante colocaba su excelsa obra, y la jerarquía de entonces –y a esto
lleva a veces la creencia– no consentían la discrepancia porque, de hacerlo,
perdían el poder, su influencia sobre los meros creyentes, que eran la inmensa
mayoría. La duda es enemiga del poder. Las iglesias de toda laya quieren amigos
o enemigos, pero se horrorizan ante el indiferente, ante el conocimiento, ante
la ciencia, ante la verdad, porque eso lleva a que la verdad, aunque coja, ande
suelta, con vida propia, ajena a la manipulación, ajena al poder del que dicta
el dogma. Ser ateo no es simplemente negar la existencia de alguien que ha
hecho todo lo existente excepto a sí mismo –si se hace también así mismo se cae
en una contradicción– sino supone abdicar de la creencia como conocimiento;
supone renunciar al verbo creer; supone eligir la angustia de no tener a veces
explicación de la existencia por el sosiego que da la autoridad ajena, la de
los argumentos de autoridad, sea la del imán, la del chamán o la de un padre de
la Iglesia. Pero eso es peligroso, a veces mortal, como se ha demostrado en
París el día 7 de enero. También en Irak a manos de los terroristas de Estado
Bush, Blair, Aznar y Barroso, aunque cada uno con un grado diferente. O
Netanyahu, el primer ministro judío. Son meros ejemplos. Hay innumerables.
Hay que ir a la paz perpetua como quería Kant, aunque a mí
me parecen ingenuos algunos de sus argumentos pero grandioso su esquema mental.
Hay que establecer que sólo hay dos posibles situaciones en el uso legítimo de
las armas: en defensa propia y en defensa de la vida ajena cuando sólo se
pretende defender la vida. Ninguna religión, es decir, ninguna creencia merece
un hematíe de nuestra sangre. Más aún, sólo es posible defender la vida ajena
sin atentar contra otras, ni colaterales ni en defensa propia, cuando se invade
otro territorio donde habitan otros. Es cosa dura. Cuando se invade Afganistán
en defensa de una población no combatiente se paga un tributo moral: que los
derechos de los que portan armas se igualan, que tienen el mismo derecho a
defenderse los terroristas que atacan a la población civil y los soldados
invasores que van a defenderla. Y ese es el caso más favorable de la
justificación del uso de las armas. En todos los demás es siempre lucha de un
terrorismo contra otro terrorismo.
Si Bush,
Netanyahu, Bin Laden, Asad, Gadafi, Hussein, etc., no fueran creyentes –o no
hubieran sido–, no serían terroristas, no habrían muerto varios miles de
ciudadanos americanos el 11-S en el 2001, ni 800.000 iraquíes a manos de los
soldados de Bush en la acción posterior. Kant, el pietista inmenso, el
filósofo que sacó al Dios cristiano de la razón pura y lo alojó en la razón
práctica, ya no es suficiente. Nunca lo fue del todo porque le faltó un paso:
abdicar de la creencia porque, arrojada ésta a la basura del fanatismo, se
puede construir el respeto al disidente, al diferente, al indiferente, porque
entonces sólo nos queda la búsqueda de la verdad y ésta sólo es materia del
pensamiento y no de la acción. Se me dirá que también desde el conocimiento se
han cometido crímenes, que también ha habido sectas como la de los pitagóricos
que recurrían hasta el crimen con tal de defender sus creencias. Es verdad,
pero es que se habían instalado en la creencia, porque también un teorema puede
convertirse en creencia, pero no es lo habitual, es la excepción. Y eso ya es
historia. Desde la ciencia sólo se invita a mirar por el telescopio para la
búsqueda de la verdad y desde conocimiento se puede construir humildes y
pacíficas explicaciones donde las armas y los que están dispuestos a
utilizarlas sólo tendrían un sitio: el museo de los horrores, pero sólo en un
museo, un tétrico museo de la historia.
Hablando de pitagorismo, contaré una acnédota personal. Un
día en el colegio de curas durante el franquismo nos enseñaba el hermano –los
de la Salle eran hermanos y no padres, vaya usted a saber por qué–, nos
explicaba decía que Dios era omnipresente, omnisciente y omnipotente. Yo le
pregunté si puesto que era omnipotente, es decir, que todo lo puede, que podía
hacer cualquier cosa, podría acaso hacer falso el teorema de Pitágoras. Un
teorema es una construcción lógica, ojo. En el ademán parecía que el hermano me
iba a dar una contestación que el lector puede imaginar, pero por un momento
dudó. Siguió pensando y por fin me dijo que me daría la respuesta al día
siguiente. Al día siguiente no hubo respuesta. Al cura le salvó la duda, que es
el antídoto de la creencia, o al menos su mejor profilaxis. La duda aún es un
arma, pero un arma sin balas y de ahí a la abdicación de la creencia no hay más
que un paso y, por fin, de este al respecto por la opinión ajena otro que
parece inevitable. Por eso la curia vaticana de los tiempos de Galileo no
miraron por el catalejo que el gran científico italiano les invitaba a
utilizar: les aterrorizaba que la duda anidara en sus mentes y se vieran
desnudos de creencias ante la verdad.
(vía nuevatribuna.es)
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