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miércoles, 3 de noviembre de 2010

De dioses y asesinos

El Corán ordena dar muerte a quienes se empecinan en negar la luminosa verdad transmitida por Alá a su Profeta

03/11/2010
Fuente: ABC.es
 
SOY ateo. Variedad específica de las sociedades cristianas. La cual consiste en algo muy sencillo: aplicar el principio de economía conceptual —al cual el ingenio de Bertrand Russell llamó «navaja de afeitar de Ockham»—, al discurso teológico. Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem, que vale —en el filósofo del siglo XIV— por algo así como que la carga de la prueba corresponde a la afirmación. O, si se prefiere, que toda negación es verdadera mientras no se demuestre lo contrario, y toda afirmación falsa mientras no demuestre no serlo.
 
Soy ateo. No imbécil. Al menos, no tanto como para no saber que no todas las creencias son iguales. Ni todas las religiones. Que un no creyente puede nacer y vivir con normalidad en ciertas sociedades. Y no en otras. Carezco de sentido del masoquismo. La gente que no podría hacer conmigo otra cosa que colgarme de una grúa, no me hace ni repajolera gracia. Como parece hacérsela a tantos auto-oblatorios europeos. En el tiempo en el cual me tocó vivir, sé que ese privilegio de que a nadie le interese gran cosa mi ausencia de creencias, es cosa del mundo europeo cristiano; que incluye, naturalmente, a los Estados Unidos, Australia y un par de sitios más. Y se acabó. Sé que sería hombre infaliblemente muerto en otras tierras. En tierra de Islam, ante todo. No por azar. Por deber sagrado. Me niego a ser tolerante con eso. Tontas manías de viejo epicúreo.
 
Quienes asesinaron anteayer a sangre fría a medio centenar de católicos en una iglesia de Bagdad, me hubieran asesinado con igual legitimidad a mí. Porque eso es lo grave: que el Corán ordena terminantemente dar muerte a quienes se empecinan en negar la luminosa verdad transmitida por Alá a su Profeta: «Matad a los politeístas, allá donde los encontréis» (IX,5). Así que, si en el mismo saco de los kafiresasesinables figuramos ellos y yo, no me parece demasiado loco por mi parte juzgar que la línea de alianza sea esa que nos separa a quienes somos exterminables de quienes tienen el deber de exterminarnos. Y que, frente a estos últimos, todos cuantos juzgamos la creencia (o no creencia) de cada cual cosa de cada uno, tenemos en común el único atributo que separa a los hombres de la barbarie.
 
Bastó una serie de caricaturas —bastante benévolas, todo sea dicho— de Mahoma, para que Europa ardiera; para que, incluso, no pocos europeos se autoculpabilizaran de su perversa «islamofobia». La tinta de imprenta vertida ahora sobre la matanza de inofensivos católicos —por el hecho de serlo— a manos islamistas es bien escasa, si la comparamos con la que corrió entonces. Medio centenar de cadáveres —también niños en brazos de sus madres, narran los testigos— no pesan lo que un chiste que ofende la piedad de un yihadista. De aplicarse aquí, ese criterio llevaría a quemar más de un tercio de la literatura de los dos últimos siglos que atesoran nuestras bibliotecas. Y a destruir la casi totalidad del arte del siglo XX. O sea, a destruirnos.
 
No hay nada a lo que pueda, en rigor, llamarse cultura islámica. Hay una religión. Excluyente. Quienes quieran ser por ella destruidos, ahí tienen la «Alianza de Civilizaciones». Pero yo, ¿qué voy a hacerle?, yo soy sólo un ateo epicúreo. Irrecuperable.

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