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martes, 29 de marzo de 2011

La última religión

Manuel Ruiz Zamora

SI hay algo que distingue una disposición científica de otra religiosa es la indiferencia con la que esta última acoge los desmentidos que pueda propinarle la realidad. Los caminos de la ciencia y la religión discurren invariablemente de forma paralela, aunque haya habido científicos que combinaran sin grandes aspavientos las verdades de la fe con las de la razón, sabiendo, no obstante, que las primeras no son de este mundo. Tomás de Aquino tuvo que sacarse de la manga una teoría de la doble verdad para dejarle cierto espacio a la especulación filosófica, pero los alambicamientos retóricos de la escolástica terminan traicionando el escándalo que a la inteligencia suelen suscitarle los predicados de la revelación. Creo, precisamente, porque es absurdo, dicen que decía Tertuliano.

Más que religión propiamente dicha, el pensamiento de izquierda ha devenido una forma de idolatría conceptual en la que las creencias se convierten en verdades inasequibles, los principios en dogmas incuestionables y las ensoñaciones doctrinarias en tangibles realidades que sólo los creyentes más fervorosos son capaces de tocar. A las ideas se les pone el disfraz solemne de las mayúsculas y se las saca a pasear por el mundo para que unos expresen su devoción y otros delaten su herejía. Ahí va la Igualdad bajo palio, precedida por Leire Pajín y Bibiana Aído; ahí, la Sostenibilidad, que no necesita costaleros; ahí va, un tanto errática, la Memoria Histórica, que ha olvidado su pasado y no recuerda su destino.

Cuando las ideas son arrancadas de la tierra y encerradas en urnas de cristal para la adoración de los adeptos, lo que se está produciendo de hecho es una abolición de la política, ese ámbito en el que la discusión tiene que brotar descontaminada de toda clase de tabúes. Tomemos por ejemplo lo que ha ocurrido con el debate sobre la insostenibilidad, con perdón, del estado de las autonomías. No he escuchado a nadie que abogue por un modelo centralista, pero basta que se hayan aventurado unas cuantas enmiendas, por lo demás, tímidas, para que los guardianes de la fe hayan estallado en invectivas. La mera mención a las adiposidades y disfuncionalidades que durante estos años se han ido acumulando en el sistema ha sido suficiente para convertir a quienes se hayan atrevido a ponerlas de manifiesto en furibundos centralistas o en nostálgicos del franquismo.

El resultado más inmediato de tan clamorosa incompetencia, no ya para resolver los problemas, sino simplemente para identificarlos como tales (ay, esa crisis económica; ay, esa educación; ay, esa juerga non stop de las autonomías, ay esa inmigración…) es que la presencia de los partidos de izquierda en los países desarrollados ha terminado siendo cada vez más testimonial, y ello en una situación de progresiva pérdida de derechos que objetivamente debería haberla favorecido. El alejamiento de los segmentos más ilustrados de la sociedad de las ofertas de la izquierda, no es sólo consecuencia de unos planteamientos cada vez más burdos y simplistas, sino de la constatación de que cualquier crítica, por más piadosa y razonable que pueda ser, es acogida indefectiblemente como la manifestación de una herejía que sólo merece como respuesta el anatema, la excomunión o el exabrupto.

Recientemente, un ministro del Gobierno ha sentenciado que dos de los principales líderes de la oposición son incompatibles con la democracia (sic). El ínclito alcalde de San Sebastián, junto al cual el de Valladolid parece un modelo de prudencia, ha recaído en la sempiterna y antidemocrática identificación entre la derecha democrática y el franquismo. La invocación, más o menos velada, a la derecha extrema es ya un automatismo discursivo que revela una mucho más preocupante resistencia psicológica a reconocerle legitimidad democrática a quien no comparta sus puntos de vista. Esa arrogante expedición de certificados de pureza democrática, ese levantamiento de cordones sanitarios, como si la discrepancia, en vez de la esencia misma de la democracia, fuera la manifestación de alguna peligrosa enfermedad infectocontagiosa, quedará en la memoria de los españoles como el vicio nefando de estas dos malhadadas legislaturas.

En cualquier caso, las mentalidades religiosas nunca atribuyen el mal a nada que tenga que ver con sus designios. El mal es siempre consecuencia de las intervenciones del Maligno. Por seguir con las mayúsculas: el Sistema Capitalista, el Mercado, la Globalización, la Crisis Internacional, etc. Por eso, a pesar del desastre incontestable en el que ha desembocado finalmente la frívola desmesura de estos años, los devotos manifiestos ya están pidiendo un último acto de fe para que no nos quememos en las llamas del infierno, tan temido. Aunque sea tapándose las narices, dicen. Y con ello dan una idea de la verdadera dimensión de su laicismo.

(vía diariodesevilla.es)

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