En una columna de opinión notable, el sacerdote jesuita Jorge Costadoat extiende la invitación a pensar la “Iglesia post-Karadima” también a los no creyentes. Como miembro de este lote acuso recibo y despliego mi respuesta. Me parece, en todo caso, que ateos y agnósticos tenemos poco que decir respecto de la ropa sucia del clero católico, más allá de las esperables reacciones de indignación ante el abuso de poder y la hipocresía moral de algunos de sus exponentes.
Nuestro problema con la institución vaticana y con otras organizaciones del género es mucho más profundo y desafía la idea misma de una divinidad creadora y omnipresente así como su conveniente representación en la tierra; aún en el hipotético caso que los curas fueran verdaderos modelos de virtud, nuestras discrepancias con la Iglesia no serían sustantivamente menores.
La pregunta que me gustaría añadir a la de Costadoat es en qué condiciones queda la comunidad de “no creyentes post-Karadima”.
Parto enfatizando que nada de lo que ha ocurrido nos sirve como argumento para sostener que no tener fe es mejor que tenerla. El destape de las fechorías de un anciano megalómano y cobarde -o varios de ellos- no constituye prueba alguna de que Dios no exista, que Jesús no haya efectivamente resucitado o que María no haya sido una auténtica virgen. Ninguna batalla filosófica o teológica relevante se gana o se pierde al presenciar estos lamentables casos. Los que creen sinceramente en un ser superior bondadoso, a mi juicio, pueden seguir haciéndolo tranquilamente. Añadir dos cucharaditas de contradicción a un mar de contradicciones no hace la diferencia.
Sin embargo, el affaire Karadima y todas sus conexiones y coletazos sirven para recordar a la tradicionalista sociedad chilena que el estándar moral de las personas no se mide por su filiación religiosa. Que decirse “católico” no sirve como una presunción de comportamiento ético. Y que, por el contrario, ateos y agnósticos son merecedores del mismo respeto social que reciben los que más se golpean el pecho.
Ok, reconozco que los tiempos han cambiado y hemos progresado bastante desde que infieles, herejes y apóstatas eran quemados en las plazas públicas. Pero Albert Einstein vivió hasta hace poco y la correspondencia que recibió al declarar que no creía en el Dios de cristianos o judíos es testimonio vivo de la intolerancia y estrechez mental de nuestros contemporáneos. Es sabido que, hasta nuestros días, es imposible competir por la Presidencia de Estados Unidos sin hacer alarde de algún compromiso religioso. Chile parece un país más maduro en este sentido: tanto Lavín como Piñera trataron de arrinconar a Lagos y Bachelet, en 1999 y 2005 respectivamente, con el discurso del pretendido monopolio valórico. En ambas ocasiones, los rimbombantes católicos fueron derrotados por humanistas agnósticos y ateos.
Pero aún falta mucho. En muchísimos círculos reconocerse ateo equivale a confesar una desgracia. O peor aún, a hacerse digno de una especie de sospecha moral. Somos los licenciosos, los individualistas, los nihilistas. A fin de cuentas, ¿a qué le tememos aquellos que no tenemos Dios? La respuesta debe ser contundente: una vida sin ritos religiosos puede ser tanto o mejor –desde el punto de vista de la virtud personal- que una vida abundante en cruces, santitos, misas u oraciones. También tenemos nuestras creencias –seculares, claro- respecto de cómo transformar al mundo en un mejor lugar para todos. Estas se han desarrollado racionalmente y en muchos casos son más aptas para responder a las preguntas de la vida moderna que las que se encuentran en textos escritos hace dos mil años.
Es hora que los ateos, agnósticos e incluso deístas (aquellos que creen en la participación de una inteligencia superior en el diseño del universo, pero no meten a Dios en los aconteceres cotidianos ni dan un peso por la validez de los vicariatos terrenales) salgan del clóset. Mientras más seamos, más convencidos estemos y más ayuda inesperada recibamos de los Karadima por venir, más haremos retroceder ese miedo social a rechazar los convencionalismos católicos, desde la presión a “hacer la confirmación” o “casarse por la Iglesia” hasta el casillero que marque el próximo año en el censo de población. El catolicismo no es la opción por defecto. Debe estar acompañada de una voluntad explícita de participar en dicha comunidad de creencias. El resto… hagamos y digamos la firme.
(vía elmostrador.cl)
La pregunta que me gustaría añadir a la de Costadoat es en qué condiciones queda la comunidad de “no creyentes post-Karadima”.
Parto enfatizando que nada de lo que ha ocurrido nos sirve como argumento para sostener que no tener fe es mejor que tenerla. El destape de las fechorías de un anciano megalómano y cobarde -o varios de ellos- no constituye prueba alguna de que Dios no exista, que Jesús no haya efectivamente resucitado o que María no haya sido una auténtica virgen. Ninguna batalla filosófica o teológica relevante se gana o se pierde al presenciar estos lamentables casos. Los que creen sinceramente en un ser superior bondadoso, a mi juicio, pueden seguir haciéndolo tranquilamente. Añadir dos cucharaditas de contradicción a un mar de contradicciones no hace la diferencia.
Ok, reconozco que los tiempos han cambiado y hemos progresado bastante desde que infieles, herejes y apóstatas eran quemados en las plazas públicas. Pero Albert Einstein vivió hasta hace poco y la correspondencia que recibió al declarar que no creía en el Dios de cristianos o judíos es testimonio vivo de la intolerancia y estrechez mental de nuestros contemporáneos. Es sabido que, hasta nuestros días, es imposible competir por la Presidencia de Estados Unidos sin hacer alarde de algún compromiso religioso. Chile parece un país más maduro en este sentido: tanto Lavín como Piñera trataron de arrinconar a Lagos y Bachelet, en 1999 y 2005 respectivamente, con el discurso del pretendido monopolio valórico. En ambas ocasiones, los rimbombantes católicos fueron derrotados por humanistas agnósticos y ateos.
Pero aún falta mucho. En muchísimos círculos reconocerse ateo equivale a confesar una desgracia. O peor aún, a hacerse digno de una especie de sospecha moral. Somos los licenciosos, los individualistas, los nihilistas. A fin de cuentas, ¿a qué le tememos aquellos que no tenemos Dios? La respuesta debe ser contundente: una vida sin ritos religiosos puede ser tanto o mejor –desde el punto de vista de la virtud personal- que una vida abundante en cruces, santitos, misas u oraciones. También tenemos nuestras creencias –seculares, claro- respecto de cómo transformar al mundo en un mejor lugar para todos. Estas se han desarrollado racionalmente y en muchos casos son más aptas para responder a las preguntas de la vida moderna que las que se encuentran en textos escritos hace dos mil años.
Es hora que los ateos, agnósticos e incluso deístas (aquellos que creen en la participación de una inteligencia superior en el diseño del universo, pero no meten a Dios en los aconteceres cotidianos ni dan un peso por la validez de los vicariatos terrenales) salgan del clóset. Mientras más seamos, más convencidos estemos y más ayuda inesperada recibamos de los Karadima por venir, más haremos retroceder ese miedo social a rechazar los convencionalismos católicos, desde la presión a “hacer la confirmación” o “casarse por la Iglesia” hasta el casillero que marque el próximo año en el censo de población. El catolicismo no es la opción por defecto. Debe estar acompañada de una voluntad explícita de participar en dicha comunidad de creencias. El resto… hagamos y digamos la firme.
(vía elmostrador.cl)
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