Lucía Luna
El Papa Francisco en el Vaticano.
Foto: AP
MÉXICO, D.F. (apro).- Desde que en su viaje de regreso de Río de Janeiro el Papa Francisco pronunciara la ya célebre frase “si una persona es homosexual, tiene buena voluntad y busca a Dios, ¿quién soy yo para juzgarla?”, se ha desatado dentro del mundo cristiano occidental una polémica sobre si la Iglesia católica está cambiando su tradicional postura hacia las relaciones entre personas del mismo sexo.
Desde el principio, especialistas en cuestiones religiosas advirtieron que se trataba de una expresión sacada de contexto, en respuesta a una pregunta concreta sobre el llamado lobby gay del Vaticano y que, de ninguna manera, significaba un cambio en la doctrina católica que considera a la inclinación homosexual como “objetivamente desordenada” y a los actos homosexuales como “intrínsecamente desordenados”.
Pero el Papa abundó en sus dichos. En una posterior entrevista con la revista Civiltà Cattolica, Francisco lamentó que la Iglesia se hubiera dejado envolver en pequeños preceptos en lugar de darle prioridad al mensaje de salvación del Evangelio. Y como para no dejar dudas se refirió a la contracepción, el aborto y la homosexualidad. Sobre esta última, inclusive regresó a sus declaraciones durante el vuelo trasatlántico:
“Al decir esto, he dicho lo que dice el Catecismo. La religión tiene el derecho de expresar sus propias opiniones… pero Dios en la creación nos ha hecho libres y no es posible una injerencia espiritual en la vida personal”.
Los estudiosos de las religiones aceptaron entonces que había un cambio de actitud, pero insistieron en que no era doctrinario. Este cambio, por lo demás, se centra en el discurso papal y declaraciones aisladas de algunos de sus allegados, mientras el resto de la jerarquía guarda silencio, expone posiciones ambiguas o asume posturas claramente contrarias y hasta desafiantes.
De algún modo interpretando la postura del Papa, el nuevo secretario de Estado vaticano, Pietro Parolin, afirmó que “la doctrina de la Iglesia es muy clara sobre este punto moral”, pero matizó diciendo que “la conducta de cada uno sólo la juzga Dios”. Su prudencia en todo caso resultó notable en contraste con su antecesor, Tarcisio Bertone, quien en medio de los escándalos de pederastia dentro de la Iglesia sostuvo que no había ninguna relación entre ésta y el celibato, pero sí con la homosexualidad.
Llamó también la atención, aun antes de que fuera elegido Francisco, que el presidente del Pontificio Consejo para la Familia, Vincenzo Paglia, reconociera que “el Estado debe garantizar las uniones de facto, heterosexuales o no, para evitar injusticias”. Llamó también a combatir las leyes que consideran a la homosexualidad un delito –en 76 países, la mayoría musulmanes, se castiga todavía penalmente esta orientación sexual– pero defendió la familia tradicional y se pronunció contra la adopción por parejas del mismo sexo.
En franca oposición a estas posturas matizadas de la cúpula vaticana, un mes antes del viaje del papa a Río de Janeiro el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Plà, presentó un libro que él mismo prologó titulado Amar en la diferencia. Se trata de una especie de “manual” que recoge en lengua castellana las actas de un simposio sobre la homosexualidad celebrado en Roma en 2008 y en el que participaron jerarcas católicos de todo el mundo.
El obispo español, conocido por sus posturas ultraconservadoras y su fidelidad al franquismo, considera en su texto a la homosexualidad como una patología que ha proliferado y que hay que erradicar. Culpa de ello a la “ideología de género que ha sembrado –de forma planificada y sistemática– el desconcierto en las familias” y advierte: “No seamos ingenuos, nos encontramos ante la pretensión de destruir la antropología cristiana y el plan de Dios”.
En consecuencia, propone una “terapia integral” que incluya “la terapia espiritual, pero también la psicológica y psiquiátrica”. Catalogada como AMS (Atracción afectivo-sexual hacia el mismo sexo) en el libro editado por la Biblioteca de Autores Cristianos, Reig Plà no tiene empacho en equiparar la homosexualidad con una enfermedad mental, a pesar de que las asociaciones psiquiátricas de todo el mundo, incluida la española, y la Organización Mundial de la Salud (OMS) la han eliminado de este rubro. Tampoco le preocupan los aspectos jurídicos del “tratamiento” que, dice, está amparado por el derecho a la libertad religiosa y de conciencia.
A causa en buena parte del enfoque freudiano, la homosexualidad efectivamente fue tratada como un trastorno psicológico y mental durante buena parte del siglo XX. Pero a partir de los sesenta empezó a desestimarse su condición patológica. La primera en retirarla de su lista de enfermedades, en 1973, fue la Asociación Americana de Psiquiatría, a la que hubo un seguimiento en cadena; y en 1990, la OMS aprobó su exclusión de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), listado de patologías que rige la medicina mundial.
Pero esto no parece importarle a Reig Plà ni a otros promotores de la “curación” de la homosexualidad, quienes acusan a los colectivos lésbico-gay de cabildear estos cambios. Y para efectos prácticos, la normativa internacional de salud todavía no los avala. Si bien la OMS determinó hace 23 años que la atracción hacia el mismo sexo, o hacia ambos sexos, no era patológica, debido a los procedimientos burocráticos del organismo mundial todavía aparece en la CIE como tal.
Apenas en julio pasado, un equipo de investigadores del Instituto Nacional de Psiquiatría de México presentó a la OMS un documento con sugerencias para que se retire de la CIE a la homosexualidad y bisexualidad del cuadro de trastornos mentales, y se deje de vincularlos con alteraciones sexuales meramente físicas. Los mismos procedimientos son seguidos por otros institutos psiquiátricos del mundo y se espera que para 2015 entre en vigor la nueva CIE, ya depurada.
Si los cambios en los organismos internacionales son lentos, cuanto más en las instituciones eclesiáticas, donde todavía ni se plantean. Dentro de la Iglesia católica, aunque la atracción sexual de una persona hacia su mismo sexo no se considera un pecado, “sí constituye una tendencia hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral” (Carta sobre la atención pastoral a las personas homosexuales).
El Catecismo es todavía más rotundo. Basándose en la Sagrada Escritura, que los presenta como “depravaciones graves”, sostiene que “los actos homosexuales son contrarios a la ley natural, cierran el acto sexual al don de la vida, no proceden de una complementariedad afectiva y sexual y, por lo tanto, no pueden recibir aprobación en ningún caso”.
Sobre esta base, el Pontificio Consejo para la Familia recomienda comprensión, pero sugiere superar estas “dificultades personales” con la colaboración de “las ciencias psicológicas, médicas y sociológicas”. Inclusive recomienda a los padres que cuando adviertan en sus hijos alguna manifestación temparana de esta tendencia, busquen la ayuda de personas expertas y cualificadas. “Muchos casos, especialmente si la práctica de actos homosexuales no se ha enraizado, pueden ser resueltos positivamente con una terapia apropiada”.
El obispo Reig Plà no está por lo tanto solo en sus afanes. De hecho –dejando a un lado otras religiones y culturas– en todo el mundo Occidental judeo-cristiano se repite la discusión sobre si la homosexualidad es una tendencia innata o adquirida. La ciencia sostiene que no es una enfermedad mental ni un desorden psicológico, sino una orientación propia del individuo que no puede ser modificada. La religión y ciertas corrientes médicas y psicológicas afines dicen que no es natural y es consecuencia de experiencias sexuales y afectivas traumáticas, combinadas con una “inseguridad de género”.
Bajo esta premisa, no sólo en los ambientes católicos ultraconservadores, sino particularmente en los círculos evangélicos y protestantes, han proliferado los grupos y organizaciones que ofrecen “terapias de reconversión sexual”. Estas se basan en hurgar en el pasado de la persona para buscar el “detonante” de su homosexualidad; en “convencerla” de que eligió el camino equivocado para superar sus traumas; en reprimir o “reorientar” sus impulsos sexuales; y a veces simplemente en encaminarla hacia “una vida de oración y castidad”.
En este marco ha surgido una nueva categoría: la de los exgays que, a modo de otras organizaciones de superación personal, se dedican a difundir cómo lograron “superar” su homosexualidad. Uno de ellos es Richard Cohen, quien ya va en la décima reedición de su libro Comprender y sanar la homosexualidad, que además ya ha sido traducido a varios idiomas. En él sostiene que “no se nace gay” y que detrás de todo homosexual hay una historia de dolor que se puede superar con terapia.
Pero junto con estas pretendidas historias de éxito, también han aflorado múltiples testimonios de personas que no sólo se han dicho engañadas por estas prácticas, dado que nunca pudieron modificar su condición homosexual, sino que entraron en cuadros de angustia o depresión aguda e inclusive intentaron suicidarse.
Joshua Romero, un joven de 29 años de California, contó a la BBC que aceptó ir a una de esas terapias por dar gusto a sus padres. “Yo en realidad ya había llegado a un punto en que estaba en paz con quien era y nunca pensé en el daño que me haría. Todo lo que enseñaban ahí partía de que había algo malo conmigo, de que era pecado y me iba a ir al infierno”. Hasta sus padres se vieron afectados cuando se les señaló por falta de amor o exceso de mimo.
Ante este panorama, dos estados de la Unión Americana –California y Nueva Jersey– ya han presentado iniciativas de ley que prohíben, por lo menos en menores, estas terapias de “reorientación sexual” que, por lo demás, se han convertido en un lucrativo negocio. Por 650 dólares, por ejemplo, el grupo People can Change ofrece los fines de semana “48 horas de ejercicios individuales y de grupo, visualizaciones y socialización a través de actividades masculinas” en campamentos o centros turísticos.
El gobernador californiano, Jerry Brown, opinó por su parte que estas prácticas debían ser depositadas “en el bote de basura de la charlatanería”.
La Asociación Americana de Psiquiatría también repudia estas terapias que considera un engaño y potencialmente dañinas, pero reconoce que no se puede oponer a que las procuren adultos, en virtud de las libertades individuales y religiosas.
Por lo pronto, una Corte de apelaciones de California ya dictaminó que es constitucional prohibirla a menores obligados por sus padres.
La preocupación no se limita a Estados Unidos. En Alemania, desde 2002 el Bundestag se pronunció contra estas terapias; en Argentina están prohibidas y en varios países de América Latina se han cerrado centros, católicos o evangélicos, que operaban ilegalmente. Paradójicamente en Brasil, donde estaban vetadas desde 1999, Marcos Feliciano, un pastor evangélico del Partido Social Cristiano que llegó a la Cámara de Diputados y actualmente encabeza la Comisión de Derechos Humanos, presentó un proyecto de ley para levantar el veto.
En España todavía no se regula al respecto, aunque ha habido cierres de centros que ofrecen tratamientos similares. Varias diócesis, por su parte, hacen campañas en las iglesias o publican en páginas web guías para dejar de ser homosexual.
El obispo Reig Plà todavía puede operar a sus anchas y el papa Francisco todavía tiene mucho camino por recorrer.
(vía proceso.com.mx)
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