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domingo, 25 de septiembre de 2011

La crueldad como política pública

Román Revueltas Retes

Es alarmante que la religiosidad de los americanos no se exprese de forma moderna, es decir, que no promueve socialmente el ejercicio de las enseñanzas de Jesucristo, sino que sigue la doctrina de ese Dios vengativo y cruel del Antiguo Testamento. De otra manera no te explicas que dos tercios de la población de un país que se dice civilizado apoyen la pena de muerte.

Las responsabilidades de Estados Unidos, en su condición de primera potencia mundial, son colosales: la gran nación puede imponer una pax americana al tiempo que declarar una costosísima guerra en territorios remotos; destinar ayudas millonarias a terceros necesitados y decretar contundentes bloqueos económicos en contra de regímenes que no se conforman a sus pautas democráticas; marcar los destinos de la historia contemporánea y, en fin, encarnar los más visibles valores de un “mundo libre” que no por haber caído ya el Muro de Berlín deja de tener, a estas alturas del camino todavía, una determinante carga simbólica y, sobre todo, un peso moral decisivo entre la comunidad de naciones civilizadas.

El imperio exporta además costumbres, modas, estilos de vida, culturas y principios. La ola de corrección política que recorre el mundo nació allí y fueron ellos, los norteamericanos, quienes comenzaron a confinar a los fumadores en espacios de férrea segregación, quienes implementaron tempranamente la infraestructura para que floreciera la Internet y, entre otras muchas disposiciones con consecuencias directas en la vida cotidiana, quienes impusieron los fastidiosos controles que padecemos todos en los aeropuertos.

Y también son los habitantes de un país democrático donde nunca, desde sus orígenes, ha tenido lugar un golpe de Estado. Se ufanan, por ello mismo, de ser la más democrática de las naciones. Las cosas comienzan a torcerse, sin embargo, en el terreno de lo social: Estados Unidos es un país muy rico pero muy desigual. Y es, de forma mucho más inquietante todavía, la tierra donde se llevan unos usos y costumbres que no parecen haberse puesto a la hora de la modernidad.

Es muy llamativo, en este sentido, que México, donde todo ha sido mucho más turbulento, haya podido tener a un presidente que declare no sólo que no es católico, digamos, practicante, sino que admita que no es creyente (lo comunicó Ernesto Zedillo de la manera más abierta y natural). Esto es simplemente imposible en una sociedad, como la de nuestros vecinos del norte, donde Dios es parte consustancial de la República y en la que un gobernador de Texas —el señor Rick Perry, aspirante a la candidatura presidencial del GOP (gracias, lectores, por corregirme; son las siglas, en efecto, del Great Old Party) y favorito de la derecha más trasnochada— puede, sin que se arme un escándalo nacional, organizar una jornada de rezos para que… caiga la lluvia en sus comarcas (participaron algo así como 30 mil personas y, aparentemente, no sirvió de nada porque siguió la sequía).

Lo más alarmante, sin embargo, es que la religiosidad de los americanos tampoco parece expresarse de manera moderna, por decirlo de alguna manera: no promueve socialmente el ejercicio de las enseñanzas de Jesucristo —la compasión, el amor, la misericordia y el perdón— sino que sigue la doctrina de ese Dios vengativo y cruel del Antiguo Testamento.

De otra manera no te explicas que dos tercios de la población de un país que se dice civilizado apoyen la aplicación de la pena de muerte. Y, peor aún, que un caso como el de Troy Davis —un hombre negro encarcelado hace 20 años, acusado de matar al policía Mark Allen McPhail en Savannah, Georgia, y cuya inocencia parece más que probable: los testigos se desdijeron, no hay pruebas concluyentes de que haya siquiera tenido un arma en sus manos en el momento del suceso y, por si fuera poco, un tipo llamado Sylvester Coles confesó que él había sido quien disparó la pistola— que un caso como éste, repito, no haya despertado una oleada de solidaridad ciudadana y una subsecuente reacción colectiva en contra de un castigo que, a diferencia de cualquier otro, es fatal e irrevocable.

Es también de llamar la atención la impiedad de los conservadores siendo ellos, justamente, quienes más dicen promover los valores cristianos: en uno de los recientes debates públicos entre los precandidatos Republicanos, al plantear el moderador que una persona gravemente enferma pudiera ser atendida en un hospital sin haber cotizado jamás las cuotas de un seguro médico, algunas voces en el público soltaron, sin tentarse el corazón: “¡Que se muera!”.

Lo menos que podemos esperar es que esta semilla de crueldad normalizada no germine en el resto del mundo.

(vía milenio.com)

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