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sábado, 19 de noviembre de 2011

Diez años de la muerte de sir Alfred Hoyle

Fernando Paz

Creador de teorías cósmicas que trataban de explicar el universo, sus interpretaciones sobre el origen de la vida y del cosmos gozaron de un amplio predicamento entre la comunidad científica de su tiempo. Hoyle participó intensamente en el debate del siglo XX acerca de Dios y del universo. Y lo hizo en los dos lados.

A mediados del siglo XX, Alfred Hoyle era uno de los científicos con mayor reputación del mundo. Partiendo de una concepción materialista de la existencia, Hoyle elaboró una explicación alternativa a la teoría de la Gran Explosión que entonces comenzaba a abrirse paso. Propuesta por el sacerdote católico y físico belga Georges Lemaître, dicha teoría encontraba muchas resistencias entre los científicos, que desconfiaban de tal modelo de creación del universo por considerarlo un eco del relato bíblico de la creación.

Hoyle brindó durante cierto tiempo -una década y media- la solución al reto planteado: la teoría del estado estacionario, de acuerdo a la cual el universo era básicamente estático. De ese modo, no era necesario ningún creador, que es lo que se pretendía. La consecuencia fue que los científicos marxistas y más militantemente ateos sostuvieron entusiásticamente a Hoyle mientras fue posible

Una pieza de caza mayor

Cuando en 1964 se descubrió la radiación de fondo del universo y se sumó a la comprobación del corrimiento al rojo del espectro de la luz recibida de las galaxias, la hipótesis de Hoyle acerca del universo estacionario se vino claramente abajo. Entonces Hoyle, quien había bautizado sarcásticamente el origen del universo propuesto por Lemaître como Big Bang, modificó sus puntos de vista en un orden de cosas más decisivo: en la larga etapa final de su vida desarrolló la idea de que era probabilísticamente imposible que la vida hubiera surgido espontáneamente por una combinación azarosa de los elementos que la componen.

En su Mathematics of Evolution (1999) sostiene que el avance de la ciencia, lejos de resolver los problemas planteados, suscita otros más complejos que resultan, a la postre, imposibles de comprender sin una inteligencia creadora y ordenadora del universo. Aplicadas al problema de la evolución, las matemáticas demuestran más allá de toda duda, según Hoyle, que es imposible la evolución por azar. La informática, con su capacidad de manejar un gran volumen de datos, revela no solamente que el azar no existe, sino que la observación del azar a gran escala muestra regularidades. Así, el azar no sería más que el nombre que damos a procesos que desconocemos.

En consecuencia, Hoyle hace un llamamiento a la ciencia biológica para que encuentre con rapidez un paradigma explicativo para la evolución si no quiere caer en un ridículo aniquilador. El evolucionista ateo admite, de ese modo, la incapacidad de la ciencia actual para explicar determinados procesos sin recurrir a una inteligencia cósmica; por el contrario, la complejidad creciente del conocimiento, lejos de resolver esta cuestión a favor de una interpretación materialista, lo hace en sentido contrario.

En este mismo sentido abunda el biólogo neodarwinista Francisco Ayala, quien defiende la compatibilidad entre catolicismo y evolucionismo, aunque desecha el creacionismo. Ayala defiende que “a medida que la ciencia avanza, surgen más preguntas. Si el mundo fuera una isla de conocimiento, se vería cómo las orillas cada vez son más extensas, del mismo modo que cada vez hay más preguntas, y afianza también la posición de la religión”.

La posición de Alfred Hoyle no es en modo único singular. Otros científicos han recorrido un camino semejante, aunque se hayan resistido a admitir la derrota hasta última hora. Robert Jastrow, célebre astrónomo norteamericano, lo resumió en 1984 de este modo: “Para el científico que ha vivido de su fe en el poder de la razón, la historia termina como una pesadilla. Ha trepado por las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el punto más alto, y conforme se encarama sobre la última roca, le da la bienvenida un grupo de teólogos que lleva ahí sentado desde hace siglos”.

Algo así le debió de suceder a Antony Flew, filósofo inglés de la religión. Fanático defensor del ateísmo durante décadas, Flew fue definido como “el ateo más influyente del mundo”. Se trata sin duda de una pieza de caza mayor. Algunos de los más destacados y beligerantes ateos de comienzos de este siglo arrancan su inspiración de las prédicas de Flew, como es el caso del entomólogo publicista Richard Dawkins.

Cómico esfuerzo

Y es que tras toda una vida dedicada a la propagación de la idea de que Dios no existe, Flew se descolgó en 2004 anunciando que “ahora me he dado cuenta de que me he engañado a mí mismo” para proseguir: “Una deidad o superinteligencia es la única explicación aceptable para el origen de la vida y la complejidad de la naturaleza”. Los descubrimientos más recientes en los campos de la cosmología y la física, así como los hallazgos en la investigación del ADN, se configuran como poderosas razones para sostener la existencia de un diseño en la creación, en opinión de Flew.

Se trata, en el fondo, del mismo argumento que empleó Hoyle en El universo inteligente cuando afirmó que “a medida que los bioquímicos profundizan en sus descubrimientos acerca de la tremenda complejidad de la vida, resulta evidente que las posibilidades de un origen accidental son tan pequeñas que deben descartarse por completo. La vida no puede haberse producido por casualidad”.

Y aunque Antony Flew -muerto hace ahora año y medio- nunca se convirtió al cristianismo, no tuvo problemas en reconocer que “incluso el relato bíblico podría ser exacto desde el punto de vista científico”. Su última obra publicada llevaba el revelador título de Hay un Dios: cómo el ateo más importante del mundo cambió de opinión.

En su libro, Flew justificó su evolución: “Cada año que pasa (...) me parece menos posible que una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético. Se me hizo palpable que la diferencia entre la vida y la no-vida era ontológica y no química”.

Pero no se olvidó de su antiguo admirador Richard Dawkins, devenido en airado recriminador: “La mejor confirmación de este abismo radical es el cómico esfuerzo de Richard Dawkins para aducir en El espejismo de Dios que el origen de la vida puede atribuirse a un ‘azar afortunado’. Si este es el mejor argumento que se tiene, entonces el asunto está zanjado”.

(vía intereconomia.com)

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