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martes, 6 de diciembre de 2011

Las religiones y los cristos, ¡fuera de las escuelas!

Menos doctrina y más pan blanco
LAS RELIGIONES Y LOS CRISTOS, ¡FUERA DE LAS ESCUELAS!

“La religión, la que sea, no está reñida con ninguna ideología política, incluso se pueden acoplar bien una con otra.

En las escuelas aprendimos diversas disciplinas, entre ellas recibimos (los que tenemos cierta edad) unas clases de religión, con las que a muchos les ha ido bien, y al resto no les ha ido mal, incluso a los que no somos practicantes. En cualquier caso, el ligero barniz religioso recibido es algo que imprimió carácter a una mayoría para siempre…”

Hasta aquí, extractada, una carta al director de un periódico local de la isla.

Es evidente que cada uno hemos tenido experiencias distintas, en cuanto a religión se refiere. Quizás habría que empezar por decir que poco o nada tienen estas de malo si existe una armoniosa coexistencia con los derechos humanos.

Para empezar por algún lado, la religión en España, durante siglos, estuvo “casada” con el poder: si no se entendía una España sin Ejército tampoco podía comprenderse un País sin la Religión Católica.

El peso de ésta viene lastrando al País desde los más oscuros umbrales de nuestra civilización, marcando costumbres, tradiciones y comportamientos de los que es prácticamente imposible desvincularnos, como se ve por la férrea resistencia de la actual Iglesia a soltar la presa. No voy a remontarme a la era visigoda, para no cansar y no hacer este comentario excesivamente largo, pero me parece a mí que, teniendo en cuenta el papel que jugó esa organización, simplemente en el siglo XX, tenemos material más que suficiente para exigir que la religión y sus malas influencias salgan de las escuelas, quedando en libertad de practicarla todo aquel que lo desee, pero a su costa y sin que ésta interfiera o influya en la política ni en los asuntos de Estado: usted puede educar a su prole en la creencia religiosa que más le guste; como puede pagar a sus niños unas clases de artes marciales o un curso de cocina, pero no imponérselo al resto de la comunidad, y además con cargo al erario.

Yo, para mi desgracia, tuve que padecer una más que deficiente educación en un centro estatal de los años cuarenta. Ni que decir tiene que, además del Santo Rosario y una más que pertinaz enseñanza religiosa, en aquel colegio, así como en los que completé mi deseducación, fui reiteradamente inducido para la Confirmación, la Primera Comunión, la practica de la comunión en los Nueve Primeros Viernes de mes; se me preguntaba, para cerciorarse de que realmente había acudido a misa el domingo anterior, de qué color tenía la estola el sacerdote, se me indujo para que me incorporase al Frente de Juventudes; todo esto sin contar que, el padre, a su regreso de la guerra antifascista, tuvo que casarse de nuevo con mi madre, pues, según “ellos”, los matrimonios por lo civil habían sido declarado nulos.

No voy a volver aquí sobre el papel que esa Iglesia jugó en el periodo anterior a dicha guerra, así como a la complicidad de los obispos y los curas en prisiones, en los hospitales y centros de maternidad de Franco; tampoco quiero extenderme aquí en lo que es de todos sabido: que España fue un inmenso campo de concentración durante los años del franquismo –donde, recordémoslo, no solo se quemaron libros, como reseña Manuel Rivas en Los libros arden mal-, mayoritariamente administrado por la católica Iglesia, por el Ejército y el “Glorioso Movimiento Nacional” -con quienes el Rey nuestro señor tan grande deuda tiene contraída desde el triunfo de la dichosa cruzada-. Las fabulosas cifras que la Iglesia Católica recauda por ingresos del Estado están a disposición de todos; las reiteradas visitas del Papa a nuestro País dejan una estela de conservadurismo que ni los expresidentes Eisenhower y Reagan juntos, en sus visitas respectivas de los años cincuenta y ochenta.

Lo del “barniz” no sé muy bien cómo interpretarlo. Hubiera preferido que, en vez de unas aburridas tardes de sábado con el Rosario en el cole, alguien me hubiera descubierto a Federico García Lorca, a Miguel Hernández; me hubiera hablado de Juan Ramón y de su Platero; de Giner de los Ríos, de quiénes fueron verdaderamente don Manuel Azaña, León Felipe, Pasionaria; me hubiesen hablado de los héroes de La Odisea, de Dante Aligheri, de Los Tres Mosqueteros, de Kipling, los Curie, de don Manuel de Falla, de aquel noble segoviano que había esculpido el mausoleo de Pablo Iglesias, para luego ir a morir en el frente republicano de Usera, en Madrid. Hubiera deseado que me hablaran de los grandes descubridores; de los valores de la República, de Mark Twain, de Jack London, de Steinbeck, de John Reed; de Victor Hugo, de Julio Verne, de Salgari, de Zane Grey; de los barcos balleneros y de los personajes de Melville, de las galernas en el Cabo de Hornos, de P.C. Wren y de sus novelas del desierto, de las mujeres que habían perecido abrasadas en aquella fábrica por reivindicar un salario justo; que me hablaran del significado de los colores de la bandera que ondeaba en los edificios públicos aquel lejano 1 de marzo de 1937 en el que yo nací, mientras el padre cavaba trincheras y tomaba pueblos para la República, desde donde escribía esperanzadoras cartas sobre la inminente victoria democrática. Si no de Carlos Marx, de Lenin y de la Comuna de París; de la explotación del hombre por el hombre, que todo eso ya lo descubriría yo al poco, hoy aún les estaría agradecido por que me hubieran iniciado en la vida de los grandes exploradores, las hermosas películas de Chaplin, de John Ford y de O’Flaherty; de la igualdad, la fraternidad, la solidaridad entre los hombres y las mujeres y los pueblos, en lugar de aburrirme con el “milagro” de los peces y los panes.

Hoy quizás sería mejor persona, más útil a mi clase si, en lugar de hablarme en la catequesis de los largos días que pasó Jesús meditando en el desierto, o de las famosas Bodas de Canaan, aquellos señores con el yugo y las flechas grabados en la hebilla del cinturón -los mismos que mandaron a morir a Antonio Machado a Colliure y le expulsaron del cuerpo de enseñantes-, me hubiesen hablado de Picasso, de Castelao, de Rosalía, de los bestiales atardeceres en el Valle de Ordesa, de los prodigiosos colores del otoño en los Pirineos oscenses; del rumor de los lienzos de lluvia descendiendo verticalmente sobre la llanura castellana, la fraga gallega y el bosque de Iratí; de las hogueras de los veranos en los pueblos mediterráneos y en estas islas donde hoy reconstruyo los grises días del pasado; de todos aquellos valerosos hombres y mujeres que se dejaban la juventud y la vida en las montañas, hostigando al Señor de El Pardo, mientras en la “Capital del Imperio” se nos hacía alzar nuestros flacos bracitos de niños mal alimentados de 6 ó 7 años hacia aquella bandera enemiga que ondeaba en el balcón de aquel colegio de la calle Antonio Salvador, de Madrid, al pie mismo de la desaparecida fuente.

De todo eso me hubiera gustado que me hablaran en aquellas tediosas clases con detalladas recitaciones de la lista de los reyes godos, el misterio de la Santísima Trinidad, los nombres del fundador de la Falange y el lugar de nacimiento de Su Excelencia el Generalísimo Francisco Franco Bahamonde. De aquello y de qué había tras aquellos hombres y mujeres que se arracimaban en los tranvías, en las oscuras tabernas, en los campos de fútbol, en los numerosos penales de Cuelgamuros, Ocaña, Burgos, en todo aquel entramado de comisarías y de centros de detención donde se torturaba al hombre. Aquellos cines con fuerte olor a sudor y a fracaso, abarrotados de seres con sus ropillas remendadas, embriagados de derrota pero también investidos de toda la dignidad del Ángel caído; de qué color eran los días al otro lado de aquellas hogueras de los arrabales y bajo los puentes, donde se agrupan esos indigentes; tras las desgarradoras voces de Doroteo Martí y todos los seriales anticomunistas; tras las palabras triunfalistas de los jerarcas falangistas por el arrollador avance de las tropas nazis en los territorios de Europa y toda la literatura de los vencedores, con los García Serrano, y los Pemán a la cabeza, lejanos ya los días del fuego, de las alegres romerías, de las grandes concentraciones obreras y de la tenaz resistencia ante un mundo que se negaba a cambiar.

Menos doctrina y un poco más de justicia social, educación y pan blanco en el mundo.
Ángel Escarpa Sanz

(vía kaosenlared.net)

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