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lunes, 13 de febrero de 2012

David Walsh, el multimillonario que ha abierto el Museo del Ateísmo

El demonio ateo de Tasmania

En el país de Errol Flynn y su animal totémico, el llamado “demonio de Tasmania”, se ha edificado un Museo del Ateísmo.

Fernando Paz

  • El multimillonario David Walsh es un hombre de 50 años con fama de desagradable. Hizo su fortuna aplicando sistemas matemáticos a las apuestas de caballos y deportes, y se siente orgulloso de su logro. Posee una gran colección de arte y, por supuesto, no cree deberle nada a nadie.
    Pero lo más llamativo de Walsh es que se define a sí mismo como un “ateo radical”, sin dejar margen a la duda. Según mucha gente, Walsh no solo es un ateo radical; es también un ateo agresivo, al estilo de los que han aparecido en los últimos años en todo Occidente, que ha hecho del ateísmo su segunda naturaleza. O quizá la primera, porque Walsh es el propietario del MONA, el Museo de Arte Viejo y Nuevo que tiene su asiento en Hobart, la capital de Tasmania, y al que ha convertido en uno de los más importantes centros mundiales de expresión de ese tipo de ateísmo del que él se ufana.

    Una Virgen con excrementos

    En los últimos años ha gastado una verdadera fortuna en la reforma de su obra predilecta: 105 millones de dólares. Lo cual es bastante dinero, incluso si tenemos en cuenta que el museo tiene un valor estimado de 180 millones. La reforma obligó a cerrar el museo entre el año 2007 y el 2011, pero mereció la pena. Walsh adquirió entre tanto numerosas obras de arte y su aspecto externo también fue modificado. A la entrada del museo se accede por una pequeña abertura practicada en un acantilado; el edificio se eleva luego sobre tres plantas, en los que se ofrece una lujosa acogida. El interior es una especie de laberinto que busca abrumar al visitante; las más de las veces lo consigue.

    Desde el punto de vista arquitectónico -y dejando de lado el aspecto estético- se trata de una obra estimable; su autor, Nonda Katsalidis, ha levantado el edificio apoyándose en una de las paredes del acantilado, después de remover más de 60.000 toneladas de arena y piedras. Cuando finalmente se abrió de nuevo el centro, hace ahora un año, Walsh recibió a los visitantes con una camiseta fucsia bajo una chaqueta negra en la que podía leerse: “Fuck the Art; let’s rock and roll” (“Que le den al arte; rockanroleemos”).

    Pero el mal gusto de Walsh no se limita a sus atuendos. El tipo de obras que alberga el edificio resulta francamente desagradable: eso, además, es lo que pretende el dueño. De hecho, la prensa australiana ha calificado las obras que allí encuentran acomodo como “perturbadoras”, “macabras” o “propias de un burdel”.

    No es para menos: retratos de niños asesinos, escenificaciones de coitos ininterrumpidos, de todo tipo imaginable de relaciones sexuales, docenas y docenas de esculturas de genitales femeninos, perchas de las que cuelga carne podrida que pasa a un artilugio a través del cual es devorada y excretada, maniquíes en los que la boca y la nariz son sustituidas por anos y genitales…“La gente folla y la gente muere -dice Walsh- y eso es de lo que les gusta hablar”.

    Una parte sustancial de la obra expuesta hace referencia a la religión. Walsh no oculta su propósito: “Una de las funciones esenciales de este museo es insultar las ideas religiosas”. Y es que Walsh se siente un cruzado contra la religión, en especial el cristianismo. Parecería complacerse particularmente en zaherir el catolicismo, sobre todo lo relacionado con la Virgen María, que aparece embadurnada con excrementos de elefante. También se representa en chocolate la obra de Stephen Shanabrook Camino al Cielo, la autopista al Infierno, en la que la figura principal es el cuerpo mutilado de un suicida en chocolate. Cerca de allí se exhiben un Corán y una Biblia con sendas bombas en su interior.

    Carne podrida

    Para Walsh el universo tiene una clave explicativa: el darwinismo. Según el propio Walsh, desde la perspectiva de ese neodarwinismo la religión no es más que “una creencia grupal absurda”. De modo que no solo no ve motivo alguno para replantearse su concepto de arte, sino que se muestra cada vez más complacido con lo que hace: “No existe eso que se llama el bien. Es algo bastante estúpido. Al fin y al cabo, no somos más que un montón de bacterias que generan tarea para más bacterias, un saco de carbón con apariencia de bistec”. Por tanto, la representación obsesiva de lo sexual y de lo que muere es una consecuencia lógica. La máquina que devora carne podrida y la transforma en excrementos conduce a Walsh a una reflexión: “¿Acaso somos otra cosa que máquinas de producir mierda?”.

    Por todo el museo hay imágenes de muerte, e incluso puede encontrarse una sala en la que están expuestas cenizas de seres humanos. Cualquiera puede pedir que las suyas, o las de un familiar, sean incluidas en la colección. También hay animales muertos en frascos con formol. Pero, sin duda, una de las obsesiones de Walsh es la escatología. Pueden encontrarse váteres con espejos -para no perderse nada- y figuras defecando por todas partes. La imagen viene acompañada de la actividad auxiliar de otros sentidos, ya que en muchas de las instancias del museo el olor es verdaderamente nauseabundo; tanto la carne podrida como los excrementos producen el natural hedor que cabe suponer.

    Aparentemente, el posible rechazo del público le deja indiferente, ya que asegura que la viabilidad económica del centro no le ocupa lo más mínimo, pese a que asegura pasar por un periodo de estrechez finaciera: “No sabemos cómo va a irnos económicamente, y la verdad es que no me preocupa; si va bien, pues vale; si no, me importa una mierda”.

    El interior del edificio es más bien lúgubre: por ninguna parte se filtra la luz natural. Pero hay una zona para recuperar la cordura en la que pueden tomarse unos vinos (Walsh es un reconocido empresario vitícola) e incluso celebrarse bodas. También dispone de una tienda en la que puede adquirirse jabón en forma de vagina, así como variados objetos para las más diversas funciones en forma de símbolos religiosos.

    Steven Jacks, un crítico australiano, ha retratado el museo sin ambages: “El MONA muestra que el arte, sin una idealidad, tiende hacia lo residual, lo brutal, lo efímero, la materialidad desnuda; muestra la manipulación solipsista de todo lo que decae y se pudre y produce orgasmos y aullidos y hiede y se muere”.

    Entre ateos anda el juego

    En las últimas semanas ha saltado la polémica en Gran Bretaña a cuenta de otra obra arquitectónica que pretende erigirse en Londres: un templo dedicado al ateísmo. El impulsor de la obra, el filósofo Alain de Botton, ha manifestado que se tratará de una torre de 46 metros de altura con un techo abierto al cielo y las paredes repletas de fósiles. En ese pertinaz empeño de contradecir la religión con la ciencia, en el exterior se mostrará la secuencia del genoma humano.

    Pero, al contrario de lo que sucede en tantas ocasiones, De Botton no ha tratado de ser desagradable. En sus reflexiones, el filósofo parte de una estimación positiva del hecho religioso: “¿Por qué los creyentes -se pregunta- tienen los templos más bellos de la Tierra? Ya es hora de que los ateos tengan sus propias versiones de las grandes iglesias y catedrales”. De Bottom quiere dedicar el templo a “cualquier cosa positiva y buena”. Y también ha lanzado un recado a los ateos intolerantes, como Dawkins, Hitchens y Dennett: “Hay mucha gente que no cree, pero no son agresivos contra las religiones”. Asegura querer celebrar la vida en la Tierra y apartarse de ese ateísmo “viejo y destructivo” que representan los otros.

    La consecuencia ha sido que los ateos más belicosos han saltado al cuello de De Botton. Así, el más conspicuo de sus representantes, Richard Dawkins, ha criticado acremente su iniciativa, recomendando invertir ese dinero en una escuela que “eduque en un pensamiento crítico y escéptico”; crítico y escéptico, naturalmente, excepto con el pensamiento de Dawkins.

  • (intereconomia.com)

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