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lunes, 17 de septiembre de 2012

Activismo animalista: ¿Una nueva religión?

En su Estudio Científico de la Religión (1970), M. Yinger propone que muchos sistemas de creencias contemporáneos, sin tener Dios ni santos a quienes prender velas, funcionan sin embargo como las religiones tradicionales y cumplen, como éstas, el mismo rol dador de sentido. Una religión funcional, de acuerdo con Yinger, se define por cinco categorías.

Primero hay conversión, es decir, el individuo puede dividir su vida en un antes y un después de haber tenido “la revelación” gracias a la cual el mundo para él cambió para siempre. Segundo, comunidad: una vez convertido, el individuo tiende a sumarse a otros como él y reafirmar así sus convicciones, dejando atrás (o al lado) a sus antiguos amigos y familia. Tercero, las religiones funcionales constan de un sistema completo de creencias más o menos consistentes. Cuarto, existe un código de conducta acorde a esas creencias, y quienes se salen del código se sienten culpables pecadores – aún cuando no crean que esos pecados se paguen en un infierno extraterrenal. Quinto, hay un culto formado por símbolos y rituales compartidos, que les sirven a los miembros para diferenciarse de otros grupos.
Siguiendo esta tipología, W. Jamison, C. Wenk y J. Parker plantean en un provocador ensayo que el activismo animalista (esto es, la defensa de los derechos de los animales no humanos), cumple con todas las categorías de las religiones funcionales y debe, por tanto, considerarse como tal.

Tras extensas entrevistas con vegetarianos y veganos militantes de Estados Unidos y Suiza, los autores concluyeron que en todos ellos había conversión (cuando se atragantaron en la mitad del sandwich de jamón y se dieron cuenta del mal que hacían, por ejemplo); comunidad (la búsqueda de otros como ellos para apoyarse y compartir recetas y tips); credo (que causar sufrimiento animal es malo, que no tenemos derecho a dominio sobre ningún otro animal, etc.); códigos de conducta (usar sólo ropa sintética, declinar las invitaciones a parrilladas); y culto (por ejemplo, a través de la propagación de imágenes de abuso explícito para choquear a las audiencias– como videos de chinchillas desolladas vivas, pollitos triturados, etc.)

Dicho esto, los autores plantean además que el movimiento animal hoy se ve a las puertas de un cisma: por un lado, están los “bienestaristas”, más ecuménicos, abiertos a la política de compromisos y a garantizar al menos un mejor trato a los animales, sin erradicar su uso; por otro, están los más sectarios, que buscan la liberación animal completa. La analogía con los movimientos abolicionistas es inevitable: los bienestaristas se asemejan a quienes abogaban por dar un mejor trato a los esclavos, mientras que los liberacionistas se asemejan a quienes buscaban acabar de raíz con la esclavitud.

Por cierto, si se mira el caso de Chile, existen grupos que parecen calzar en mucho con la descripción de los liberacionistas – recuérdense, por ejemplo, las acciones y declaraciones de Eligeveganismo tras lo ocurrido en el (mal)criadero de cerdos de Agrosuper en Freirina. Pero, aunque ingenioso, clasificar la preocupación por los animales no humanos como una religión funcional es excesivamente estrecho y peligrosamente exclusionario. Sin pertenecer a grupos (ni ecuménicos ni sectarios), sin hacer penitencia cuando la voluntad flaquea y se incurre en el pecado de la carne, sin ponerse la bandera animalista como la Unica Verdad, hay muchos que vivimos en medio del mundo tratando cada día de respetar los derechos de gallinas, atunes y terneros, y asumiendo los costos de esa decisión sin sentirnos mártires, ni iluminados ni superiores. Limitar el veganismo y el vegetarianismo a las cuatro paredes de una iglesia le hace daño al movimiento, a sus partícipes y, sobre todo, a los animales.

(vía http://alejandramancilla.wordpress.com)

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